miércoles, 2 de septiembre de 2015

Una editada reminiscencia.



No puedo recordarlo todo. 
No puedo recordar a qué profundidad del misterio la presencia se desvaneció para comenzar la fantasía. Esa fantasía que, con el tiempo, se vio reflejada en nuevos eventos editados y resguardados en cuarteles de tibios bordes. En medio de esa profundidad involucramos los momentos juntos y nos dimos a conocer de otra forma. Los momentos que son cortos y por eso no podemos darnos el lujo de detenernos. Observar la entrada a la profundidad fue sencillo desde la primera vez en la que, casi todo lo que estaba en tus ojos en ese momento, encendían un camino hacia lo desconocido. (En donde la nada es lo que nos llena). En donde el calor, la duermevela y el albor existían de manera genuina. Sin saber con seguridad el cómo y el por qué (dos interrogantes que son como para matarse cuando tienes un afán por encontrar razones). Las imágenes más limpias en mi pensamiento eran las de un cielo despejado. Al cual  le pedía hacer bailar a las estrellas esa noche en que todavía caminábamos a lo largo de una ciudad que yo a veces sentía como un remolino. Un remolino que mientras estás dentro te mantiene animado, pero cuando te escupe no sabes si subirte de nuevo o tomar una nueva ruta. Pero esa noche solo pude robarte medio sueño de la cabeza. No puedo recordar en qué momento la lluvia decidió darnos un show con nuestros rostros empapados y los alientos fríos. Sin faltar las emociones que nos arrojaron a un evento preparado para contrariar nuestros planes. Pero aún con canciones de fondo que seguías cantando. ¿Nunca tomaste una decisión con los ojos iluminados por un remanente amanecer del deseo? Yo creí que todo se absorbía en el viaje a lo profundo de ese misterio. Dónde reacomodaba las disolvencias de los vasos con los que brindamos la primera vez  por nuestros encuentros en medio de la incertidumbre. Y el hotel donde nos hospedamos tenía la simetría perfecta para invocar los instintos con detalles que no faltaron al combinar las texturas entre las palabras y las lágrimas de tus suspiros. Dispuestos a dar con la aventura, recorrimos la profundidad en medio de un camino de lodo hasta que las notas musicales de una banda española nos brindaron el vaivén de una nueva danza en forma de vetusta dulzura. Lo mejor se encontraba mientras nosotros nos perdíamos. No puedo recordarlo todo de cuando te tuviste que comprar un suéter nuevo en una tienda C&A. Ni cuando por accidente derramaste vino sobre la mesa mientras nos preguntábamos ¿Qué vamos a hacer? Si quiero recordar, me viene a la mente esa primera pelea que un argumento de la termodinámica provocó entre tus amigos y decidimos salir a comprar unos cigarros para dejarlos solos por un momento. Y entonces ahí, entre la salida del callejón poco iluminado y la esquina donde los extraños nunca mueren de tristeza, la profundidad de tu misterio me besó entregándome la excusa perfecta para pedir que te quedaras conmigo. La primera vez que te vi tenías catorce años y yo tenía el pelo largo. En esa época había sucesos con los que estaba obsesionado y que componían tantos otros misterios para mí: Jean Nicot, rey Francés de donde proviene el origen del término nicotina, la poesía mística de Rimbaud, el histrionismo de Marcel Marceu, la voz de espesa de Tom Waits, los gruñidos impulsivos de Kurt Cobain, la esencia criminal de Alla Poe, lo sugestivo de Rene Magritte, tres discos de Dir in Grey, uno más de Motorhead, el aislamiento de los cuadros de Edward Hopper, la relectura de Rayuela, el compuesto visual de Stanley Kubrick, los dilemas de Nietzsche, el baile de Ian Curtis, una canción de Luca Prodan, Salvador Dalí y Luis Buñuel detrás de Perro Andaluz, el final de Los siete samuráis de Kurosawa, la otra verdad de Diógenes, la tristeza enmarcada de Chaplin, la rusticidad de Mike Patton, música de Tchaikovsky en la línea del metro, una historia de Lewis Carrol sentado en medio de un parque, los retratos femeninos de Edward Munch, el temperamento de una línea de Williams Carlos Williams, los hermanos Revueltas en medio de una galería, la genialidad de William Burroughs, una locura como la de Maria Panero, el remolino de una película de David Lynch, la última aventura amorosa de Corto Maltes, las denuncias de Albert Camus, una portada de The Clash, la obscuridad de Nick Cave, el desarrollo de una pintura del Bosco;  y tantos otros misterios que, siete años después, eran absorbidos y concentrados en una sola expresión generada por tu rostro hasta llevarme directamente a la entrada de la profundidad de un nuevo un camino hacia lo desconocido. (En donde la nada es lo que nos llena). Y dónde, sin espera, la presencia se desvaneció para convertirnos en nuestra propia esencia.

No puedo recordarlo todo.





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