Despierta
y en el sillón había un caos íntimo.
Levantarse
y bañarse, darle nuevos aires a las viejas incertidumbres, reemplazar olvidos
para contar con los días que se han ido ganando. “Sólo has estado dos días en
aquella ciudad, tú qué sabes de incertidumbres”, me dice de manera irrebatible.
Con su mano derecha enfila un poco de polvo para darse una nueva vida. “Conoces
el veneno de los dioses, querida” le digo. “El tiempo es uno de esos dioses y
si sabes quién soy yo no deberías mencionármelo ahora”, me dice.
Despierta…
entumecimientos que corren por el talento de tus brazos y de tus piernas,
arrojados a otros cuerpos y a otras mañanas de ciudades desconocidas y
revueltas por otras tormentas de dulzura.
Levantarse…
Ponerse los calzoncitos, sacar la basura para que, al llegar a la esquina, el
vecino te reclame que el camión ya ha pasado y que mejor te regreses con las
bolsas a la casa por limpieza y por cortesía; pero tú –más el coraje que se
forma en tus mejillas– se las avientas en el espacio que tiene en su patio por
aljibe. Regresas y haces ejercicios matinales: sentadillas, lagartijas,
abdominales y dices que nunca llegas a una figura medianamente respetable para
ti o en esta vida.
Despierta…
y elige el verdadero fantasma que no te deja dormir y pregúntame “¿Quién
eres?”, cuando quieras saberlo en medio de la noche adivina. Y reímos a la
mañana siguiente hablando de nuestros sueños, para tratar de llenar tu corazón
otra vez (algún día deberías probar con ácido, amor). Los días están llenos de
dolor como antes también lo estuvieron. Solo que ahora son, quizá, más
profundos.
Levantarse
y dar con los mismos personajes incendiarios de los vacíos. Para mí, los
mismos, defectos que me han hecho perder de nuevo un par piernas. Una
explicación cansada y elevada de que ya no es necesaria una nueva visita. Luego
las escenas de ella parada desnuda frente al espejo mientras cambia de parecer.
Con la maestría y sutileza de un ejecutor profesional que deja el rastro de su
perfume flotando en medio de la habitación en una noche de Enero.
Despierta…
déjame enseñarte una canción que hice con palabras de cenizas de la luna.
Cuando la quemo tantas veces tratando de llegar hasta tus piernas y deslizarme
hasta el mismo tiempo en el que te volviste valiente y fue tan extraño, insano
o devastador. Las escenas de una familia bailando en el reflejo que produce la
iridiscencia de algunos de los químicos.
Levantarse…
Los gritos sin ceremonias. Los audífonos en el lugar de una de mis historias
mientras mi alma está hecha un caracol por el suelo sin ganas de jugar –El
juego de tus gemidos en la obscuridad– Sin luz eléctrica porque se me olvidó
pagar, otra vez, el recibo. Otra vez sin guion, otra vez la tarde, otra vez en
el último escalón. En cierto día de la vida la realidad vuelve a su origen y te
da como algo; como un juicio en el sudor, en la sangre, en la carne… en la
noticia que emana de la conciencia de los desvelos, los sonidos de la calle. La
imaginación es el límite, pero la inconsciencia es el desborde.
Despierta…
¡Vamos! Es hora de hablar de que me gusta el lema que dices y que viste con el
traje nuevo a todas las almas de nuestro plano. “Nos volveremos a encontrar, mi
querido salvaje”, con las escenas mezcladas de belleza y realidad y hasta el
honorable desenlace de lo que existió de nosotros. Irreal.
Levantarse
con el narcocorrido del taller de Don Jaime que habla de un dios llamado Dinero
y un demonio llamado Olvido. La ventana que me alivia. Mi vecina de arriba
corriendo en tacones. Sin razón alguna, en ese momento pierdo el habla. Yo que
no salgo de las fronteras de mis delirios cuando no estás conmigo. Sonidos de
libertad otra vez con estrellas, con canciones; con intimidad entre nubes de
arena. Levantarse para ir otra vez allá y otra vez a la normalidad de antes.
Bien se disimula lo que por dentro llevas.
Esta
mañana ella se fue. Despierto y en el sillón había un caos que representaba lo
que llegamos a tener de íntimo.
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